lunes, 1 de octubre de 2012

Pequeños atentados a la vida cotidiana.

Inefable, era el término que mejor retrataba al bueno de Agustín, guionista como pocos pero, como muchos, sin pitutos ni presupuesto para filmar. Un talento en tres actos que escribía igual que un ataque de tos; sin comas ni punto aparte, repentino, impetuoso y preciso. Siempre tratando de convencer, al que le prestara oreja, de que las palabras no tienen sinónimo y existe sólo una que dice exactamente lo que quieres, “el resto pega en el palo pero nunca es gol”. Odiaba el efectismo, las rimas y el ingenio de poco precio, tampoco era amigo de adverbios y adjetivos, él prefería que el contexto diera el sentido a la narración. Agustín era un verdadero Carver criollo, un “realista sucio” a chorros y sin miramientos, pero como el pan no se puede redactar ni las tripas se calman con un verso, tenía que trabajar de cualquier cosa para escribir el puchero diario y desabrido con alma de sopa de letras. En su currículo de fritanga, atendió un local de pollo frito, vendió cursos de inglés, repartió volantes y hasta en los pasillos de varios supermercados se disfrazó de perro Chocapic. En el día, era un provinciano más en la capital, otra gota de la marea humana que lucha frágil para no evaporarse, por las tardes, en el taller literario donde me lo topé, era la pluma más diestra y siniestra que conocí. Una noche de schopería, de esas en que nos negábamos a dejar de ser escritores (después de todo, a la mañana siguiente había que volver a ser publicista o perrito Chocapic), con la mirada clavada en el concho de cerveza que moría tibia en su vaso, Agustín me confesó; “Soy un terrorista”. Imaginé que me hablaría de lautaristas o frentistas y me incomodé, lejos de mi derrotero estaba enrolarme en un brazo armado y tampoco me interesaba saber mucho más de lo que recomendaba la prudencia pero no, él no usaba metralleta ni tenía chapa, su lucha era tan apolítica como solitaria, lanzando bombas molotov llenas de contenido y reflexión. Su objetivo eran los videoclubes, en especial, los de esa cadena importada que luego cambió de nombre y que hoy se encuentra en vías de extinción. En una protesta anónima y poética, arrendaba las películas más comerciales que podía encontrar, esas que parecen panfletos proselitistas tratando de reivindicar un sistema de hacer cine que no compartíamos y que continua embobando la sesera y extirpando cualquier forma reflexión (que no sea el discernir entre cabritas dulces o saladas), entonces, Agustín sacaba la carátula y la fotocopiaba borrando el comentario original. Luego volvía a tipiar la crítica que aparecía al reverso de cada VHS y donde decía “una excelente comedia norteamericana, protagonizada por una singular familia que pasará unas vacaciones que nunca olvidarán”, él reescribía “una basura de película, con gacs repetidos, diálogos sin contenido, una trama que denigra a la mujer y con un final tan predecible como aburrido. Si no quiere perder 117 minutos de su vida, déjela inmediatamente donde la encontró”. Me mostró una lista de más de cuarenta títulos que ya había bombardeado; Top Gun, todos los Rockys y Rambos, Reto al destino, Dirty Dancing, Cocktail, La chica de rojo y otras que afortunadamente mi memoria se encargó de borrar. Nos reímos, lo felicité por su acto subversivo y al despedirnos, juré unirme a su célula terrorista para convertirme en otro vengador del séptimo arte aunque, debo reconocerlo, jamás realicé atentado alguno. Antes de que terminara el taller, Agustín desapareció y nunca más supimos de él, alguien dijo que se fue a España, otro que volvió a su pueblo, lo cierto es que como no existían celulares ni tenía teléfono en la pensión donde vivía, el contacto se perdió igual como una película carente de guión, igual como tantos talentos se pierden en este país por falta de oportunidades y financiamiento, por prejuicio, burocracia, políticas poco claras o favores con cara de beca a los que su único mérito es tener pituto, igual como muchos deportistas se aburren de mendigar un auspicio para seguir compitiendo, igual que los músicos clásicos deben tocar en fuga rumbo a un país donde el arte sí importa, igual como la mayoría de los escritores, actores, guionistas, dramaturgos y poetas nacionales que, simplemente, tienen que dedicarse a otra cosa. Sí, en este país hay una patota de temas pendientes pero alimentar la cabeza, la cultura y la conciencia también es de suma urgencia. En Facebook, Linkedin y Twitter, sigo buscando al bueno de Augustín, siempre con un “not found” de resultado. Cada vez que voy a un video club me acuerdo de él (y leo los reversos de las películas que les daba arcada aunque claro, nunca he podido encontrar alguna de sus bombas). Lo mismo me pasa cuando entro a un supermercado y veo un tipo disfrazado de perrito Chocapic.

sábado, 14 de abril de 2012

Confieso que he bebido.

No robarás.

Afeitar el tiempo.

Hace una veinte de días se acabaron mis vacaciones. Volví al trabajo como tuna pero ya estoy como membrillo, machucado por tanta pega rezagada y apunado en la montaña de campañas carentes de título, concepto o guión. “Esperemos que llegue Marcelo” fue la canción del verano que más sonó en los pasillos de la agencia y aunque recién vamos en marzo, ya tengo la sensación de estar en octubre. Definitivamente, donde hace poco hubo bronceado, hoy se clavaron dos ojeras.
Como vivimos la era de lo instantáneo, la paciencia se mueve huacha y sin dueño apretujando reuniones y cachos en mi agenda. No hay tiempo para juntarse con los amigos ni pelar al enemigo, hasta responder un mail me resulta un derroche de rato que no tengo. La mitad de los creativos sigue de vacaciones, así que sólo me queda aguantar con un paraguas de cuero duro el chaparrón de urgencias.
Mientras trato de escribir una columna reclamona (y también atrasada), pensando frases punkis del tipo; “mientras más caro tu reloj menos tiempo te queda”, interrumpe mi hijo adolescente diciendo: “Papá, ¿tienes un minuto?” y claro, parece un mal chiste por lo que sin sacar mis dedos del teclado respondo “no”. “Es que necesito hablar contigo” insiste con tono serio y un par de gallitos entre medio. Antes de que me pregunte cuánto vale una hora de mi tiempo, rompa su chanchito y a punta de chauchas junte lo suficiente para comprar mi hora hombre, le contestó “¿qué necesitas?”. “¿Me podrías enseñar a afeitarme?”
Desde la mitad del año pasado, tan ajeno como el mall de Chiloé, apareció en mi niñito un bigotito de pelusa que naufragó en las orillas de su boca. Al abordaje dijimos todos y bromas de racimo disparamos con más chochera que saña hasta que en un grito de tanquetazo cesó el fuego; “¡¡¡paren de molestarme!!!” dijo con mirada gruesa y nunca más volvimos a tocar el peludo tema y así, con bandera blanca, permaneció en su trinchera de niño hasta este momento, en que mi premura se esfuma y la prisa se convierte en tortuga. El minutero ya no pincha y tampoco pica el palito corto del horario, porque este breve ritual de iniciación, merece todo el tiempo del mundo.
A paso calmo caminamos, no de la mano, con destino a comprar su primera máquina de afeitar. En el tres cuadras de ida conversamos como grandes y nos reímos como chicos. Hablamos de la hipertricosis o síndrome del hombre lobo, esa enfermedad rara en que toda la cara se llena de pelos cuando el lanugo se pone tieso, chacoteando, calculamos la cantidad de prestobarbas que deben necesitar para quedar pelados. También jugamos a ser filósofos, llegando a la conclusión de que si el tiempo tuviera un estado sería líquido, porque se arranca de las manos, arruga tus dedos, encoje la ropa, siempre está en movimiento y su corriente te arrastra hasta el mar de la vejez.
En el camino de vuelta, le cuento que hace muchos años, cuando yo era como él, su abuelo me llevó a una barbería del centro donde unos viejos nos afeitaron con navaja y así, debajo de toallas calientes pasamos toda una mañana de adultos por primera vez. “¿Y tu papá tenía tiempo?” pregunta. “Por supuesto, si lo más valioso que se le puede dar a un hijo es el tiempo”, contesto justo antes de invitarle un helado.
Llegamos a la casa y le enseño todo lo que se debe saber sobre una buena rasurada. Primero, echarse agua caliente en la piel para pillar a los pelitos desprevenidos, después empapar la maquinita y moverla de arriba para abajo, jamás hacia los lados y toc toc toc, tres golpecitos en el lavatorio para limpiar las hojas. Terminada la teoría, es hora de la práctica pero, con ojitos infinitos, reclama; “¿y la espumita?”, uy, lo olvidé y aunque no la necesita, lo cubro con una barba blanca y mentolada. Luego de afeitar la sombra de adolescente que subrayaba su nariz, vuelve a tener esa carita de niño que nunca se borrará de mi memoria.
Ni todo el botox del mundo puede evitar que el tiempo nos escupa patas de gallo, arrugas y canas pero, sin duda, mucho más que la flacidez de la carne, los hijos son nuestros verdaderos relojes y a diferencia de lo deprimente que se pone el cuerpo, son el tic-tac que nos llena de orgullo verlos avanzar.
Nos separamos, mi hombrecito se va directo a ver un capítulo de Bob Esponja y yo, al computador, ¿en qué estaba?, ah sí, escribiendo sobre lo relativo que es el tiempo. Me reconforta comprobar que finalmente somos los exclusivos propietarios de hacerlo y deshacerlo a nuestro antojo. Como dijo un literato español de apellido Melchor, “el tiempo falta sólo cuando no lo sabemos aprovechar”, por lo mismo, independiente de tus obligaciones o la pila de comerciales que tengas que redactar, siempre quedará un minuto para la familia, los amigos y hasta para escribir una columna.