miércoles, 21 de agosto de 2013

Crítica en serie.

Un hombre bueno se vuelve malo para, finalmente, convertirse en el mejor. Esta podría ser la premisa con que se mueve (y nos conmueve) Breaking Bad, la multipremiada serie de televisión protagonizada por un profesor de Química honrado y simplón que, debido a un cáncer terminal, comienza a fabricar metanfetamina para costear operaciones, quimios y radioterapias. De principio a fin (o de fin a principio, como se estructura cada capítulo), una oda galopante a lo políticamente incorrecto y que, con sólo ver el piloto de drogas color cian, mafia inocentona y antihéroes de neón, te conviertes en adicto (incluso, padeciendo síntomas de abstinencia cada vez que termina una temporada). Muchos talentos literatos y creativos emigraron al cine y después a la televisión y, mientras Hollywood sigue rodando refritos con aceite del Tarragona y precuelas basuras en metrajes eternos, aparecen varias series iluminadas que ganan por paliza el título de ser llamadas “Séptimo Arte”. Incluso, me atrevo a comparar estas producciones con literatura de verdad, lanzando la teoría de que una película es a un cuento largo como una buena serie a una novela de perilla. Por lo mismo, últimamente me he transformado en un devoto de éstas y gracias a San Torrent, patrono de la piratería y el download de calidad, puedo tener todos los capítulos de una temporada y zamparme una maratón de trinchera esperanzadora, parapetándome de las balas lateras faranduleras, estelares sin brillo y realitys de arcada con que bombardean cada noche el horario prime. Lejos quedaron los tiempos en que no existía el control remoto y las series eran tan chicas como la pantalla del televisor, desde CHiPs (con el machote y casposo Poncharelo), Los Magníficos, MacGyver (el insufrible escarmenado, capaz de construir una bomba atómica con un clip y una lata de laca), El Auto Fantástico (con el mismo actorucho que luego protagonizaría otro adefesio como Guardianes de la Bahía) hasta Los Dukes de Hazard, chatarra pura y dura en 30 minutos. Durante años desprecié el formato hasta que me topé con Six Feet Under (la historia de una familia dedicada a los negocios funerarios y el embalsamamiento) y descubrí una belleza de negrura capaz de convertir nuestra fascinación por la muerte en una claraboya narrativa que abre delicadamente un ataúd de perfecta empatía y emotividad. Luego devoré Los Sopranos, un punto de inflexión en la televisión moderna. Digna de Puzo y Coppola, cada capítulo contaba con una trama aldente y un guión tan grandote como el eterno Gandolfini. En un comienzo, Mad Men logró emborracharme, su dirección de arte etílica y humeante enmarca una obra inquietante y certera, pero, a mi juicio, sus últimas dos temporadas se perdieron en subtramas inútiles, personajes innecesarios y capítulos tan predecibles y aburridos como las campañas que vendía Don Draper. House of Cards tiene actuaciones notables, aunque lo más interesante fue el romper paradigmas de entrada, ya que Netflix estrenó todos los capítulos de una sola vez. De las que orillan la risotada, me quedo con el humor cruel, la carcajada dura, corrosiva y patética de Extras y The Office (la versión inglesa of course). Lost prometía, pero sólo vendió humo con olor a intriga (siempre hay que dudar de cualquier serie en que casi todos sus protagonistas parezcan modelos de pasarela). Su guión inverosímil, el abuso de un suspenso empalagoso y la mitología de pacotilla, simplemente terminó confirmando lo que era: un pésimo sueño. Tampoco me gustan las series de zombies, las de imaginería medieval y las que tienen cara de cómic. Doctor House me parece de una estructura insoportablemente arrogante y una formulita que se adivina rápido y con Dexter, gracias pero paso, tanta sangre y truculencia me da fatiga. The Americans se deja ver; recién en su primera temporada, la historia está ambientada en el Washington de los ochenta (plena guerra fría) y relata las aventuras de una familia como cualquiera, salvo que padre y madre son espías soviéticos encubiertos. Lo mejor de esta serie, aparte de los créditos de inicio y las caracterizaciones del protagonista, es su guión, escrito por un ex agente de la CIA y basado en las memorias de un ex miembro de la KGB. Aún me quedan muchas pendientes como Dowtown Abbey, Homeland y The Wire, pero tendrán que esperar, ya que mañana comienza la última y esperada temporada de Breaking Bad. “El conocimiento es poder”, dijo el malulo míster White varios capítulos atrás y, claro, la máxima asegura que una película jamás supera al libro original, pero si usted desde el colegio no lee algo más que el suplemento de deporte, sólo por una noche detenga su intermitente zapping en una de estas series. Créame, no se arrepentirá y sus ojitos como sus sesos se lo agradecerán.