sábado, 14 de abril de 2012
Afeitar el tiempo.
Hace una veinte de días se acabaron mis vacaciones. Volví al trabajo como tuna pero ya estoy como membrillo, machucado por tanta pega rezagada y apunado en la montaña de campañas carentes de título, concepto o guión. “Esperemos que llegue Marcelo” fue la canción del verano que más sonó en los pasillos de la agencia y aunque recién vamos en marzo, ya tengo la sensación de estar en octubre. Definitivamente, donde hace poco hubo bronceado, hoy se clavaron dos ojeras.
Como vivimos la era de lo instantáneo, la paciencia se mueve huacha y sin dueño apretujando reuniones y cachos en mi agenda. No hay tiempo para juntarse con los amigos ni pelar al enemigo, hasta responder un mail me resulta un derroche de rato que no tengo. La mitad de los creativos sigue de vacaciones, así que sólo me queda aguantar con un paraguas de cuero duro el chaparrón de urgencias.
Mientras trato de escribir una columna reclamona (y también atrasada), pensando frases punkis del tipo; “mientras más caro tu reloj menos tiempo te queda”, interrumpe mi hijo adolescente diciendo: “Papá, ¿tienes un minuto?” y claro, parece un mal chiste por lo que sin sacar mis dedos del teclado respondo “no”. “Es que necesito hablar contigo” insiste con tono serio y un par de gallitos entre medio. Antes de que me pregunte cuánto vale una hora de mi tiempo, rompa su chanchito y a punta de chauchas junte lo suficiente para comprar mi hora hombre, le contestó “¿qué necesitas?”. “¿Me podrías enseñar a afeitarme?”
Desde la mitad del año pasado, tan ajeno como el mall de Chiloé, apareció en mi niñito un bigotito de pelusa que naufragó en las orillas de su boca. Al abordaje dijimos todos y bromas de racimo disparamos con más chochera que saña hasta que en un grito de tanquetazo cesó el fuego; “¡¡¡paren de molestarme!!!” dijo con mirada gruesa y nunca más volvimos a tocar el peludo tema y así, con bandera blanca, permaneció en su trinchera de niño hasta este momento, en que mi premura se esfuma y la prisa se convierte en tortuga. El minutero ya no pincha y tampoco pica el palito corto del horario, porque este breve ritual de iniciación, merece todo el tiempo del mundo.
A paso calmo caminamos, no de la mano, con destino a comprar su primera máquina de afeitar. En el tres cuadras de ida conversamos como grandes y nos reímos como chicos. Hablamos de la hipertricosis o síndrome del hombre lobo, esa enfermedad rara en que toda la cara se llena de pelos cuando el lanugo se pone tieso, chacoteando, calculamos la cantidad de prestobarbas que deben necesitar para quedar pelados. También jugamos a ser filósofos, llegando a la conclusión de que si el tiempo tuviera un estado sería líquido, porque se arranca de las manos, arruga tus dedos, encoje la ropa, siempre está en movimiento y su corriente te arrastra hasta el mar de la vejez.
En el camino de vuelta, le cuento que hace muchos años, cuando yo era como él, su abuelo me llevó a una barbería del centro donde unos viejos nos afeitaron con navaja y así, debajo de toallas calientes pasamos toda una mañana de adultos por primera vez. “¿Y tu papá tenía tiempo?” pregunta. “Por supuesto, si lo más valioso que se le puede dar a un hijo es el tiempo”, contesto justo antes de invitarle un helado.
Llegamos a la casa y le enseño todo lo que se debe saber sobre una buena rasurada. Primero, echarse agua caliente en la piel para pillar a los pelitos desprevenidos, después empapar la maquinita y moverla de arriba para abajo, jamás hacia los lados y toc toc toc, tres golpecitos en el lavatorio para limpiar las hojas. Terminada la teoría, es hora de la práctica pero, con ojitos infinitos, reclama; “¿y la espumita?”, uy, lo olvidé y aunque no la necesita, lo cubro con una barba blanca y mentolada. Luego de afeitar la sombra de adolescente que subrayaba su nariz, vuelve a tener esa carita de niño que nunca se borrará de mi memoria.
Ni todo el botox del mundo puede evitar que el tiempo nos escupa patas de gallo, arrugas y canas pero, sin duda, mucho más que la flacidez de la carne, los hijos son nuestros verdaderos relojes y a diferencia de lo deprimente que se pone el cuerpo, son el tic-tac que nos llena de orgullo verlos avanzar.
Nos separamos, mi hombrecito se va directo a ver un capítulo de Bob Esponja y yo, al computador, ¿en qué estaba?, ah sí, escribiendo sobre lo relativo que es el tiempo. Me reconforta comprobar que finalmente somos los exclusivos propietarios de hacerlo y deshacerlo a nuestro antojo. Como dijo un literato español de apellido Melchor, “el tiempo falta sólo cuando no lo sabemos aprovechar”, por lo mismo, independiente de tus obligaciones o la pila de comerciales que tengas que redactar, siempre quedará un minuto para la familia, los amigos y hasta para escribir una columna.
Como vivimos la era de lo instantáneo, la paciencia se mueve huacha y sin dueño apretujando reuniones y cachos en mi agenda. No hay tiempo para juntarse con los amigos ni pelar al enemigo, hasta responder un mail me resulta un derroche de rato que no tengo. La mitad de los creativos sigue de vacaciones, así que sólo me queda aguantar con un paraguas de cuero duro el chaparrón de urgencias.
Mientras trato de escribir una columna reclamona (y también atrasada), pensando frases punkis del tipo; “mientras más caro tu reloj menos tiempo te queda”, interrumpe mi hijo adolescente diciendo: “Papá, ¿tienes un minuto?” y claro, parece un mal chiste por lo que sin sacar mis dedos del teclado respondo “no”. “Es que necesito hablar contigo” insiste con tono serio y un par de gallitos entre medio. Antes de que me pregunte cuánto vale una hora de mi tiempo, rompa su chanchito y a punta de chauchas junte lo suficiente para comprar mi hora hombre, le contestó “¿qué necesitas?”. “¿Me podrías enseñar a afeitarme?”
Desde la mitad del año pasado, tan ajeno como el mall de Chiloé, apareció en mi niñito un bigotito de pelusa que naufragó en las orillas de su boca. Al abordaje dijimos todos y bromas de racimo disparamos con más chochera que saña hasta que en un grito de tanquetazo cesó el fuego; “¡¡¡paren de molestarme!!!” dijo con mirada gruesa y nunca más volvimos a tocar el peludo tema y así, con bandera blanca, permaneció en su trinchera de niño hasta este momento, en que mi premura se esfuma y la prisa se convierte en tortuga. El minutero ya no pincha y tampoco pica el palito corto del horario, porque este breve ritual de iniciación, merece todo el tiempo del mundo.
A paso calmo caminamos, no de la mano, con destino a comprar su primera máquina de afeitar. En el tres cuadras de ida conversamos como grandes y nos reímos como chicos. Hablamos de la hipertricosis o síndrome del hombre lobo, esa enfermedad rara en que toda la cara se llena de pelos cuando el lanugo se pone tieso, chacoteando, calculamos la cantidad de prestobarbas que deben necesitar para quedar pelados. También jugamos a ser filósofos, llegando a la conclusión de que si el tiempo tuviera un estado sería líquido, porque se arranca de las manos, arruga tus dedos, encoje la ropa, siempre está en movimiento y su corriente te arrastra hasta el mar de la vejez.
En el camino de vuelta, le cuento que hace muchos años, cuando yo era como él, su abuelo me llevó a una barbería del centro donde unos viejos nos afeitaron con navaja y así, debajo de toallas calientes pasamos toda una mañana de adultos por primera vez. “¿Y tu papá tenía tiempo?” pregunta. “Por supuesto, si lo más valioso que se le puede dar a un hijo es el tiempo”, contesto justo antes de invitarle un helado.
Llegamos a la casa y le enseño todo lo que se debe saber sobre una buena rasurada. Primero, echarse agua caliente en la piel para pillar a los pelitos desprevenidos, después empapar la maquinita y moverla de arriba para abajo, jamás hacia los lados y toc toc toc, tres golpecitos en el lavatorio para limpiar las hojas. Terminada la teoría, es hora de la práctica pero, con ojitos infinitos, reclama; “¿y la espumita?”, uy, lo olvidé y aunque no la necesita, lo cubro con una barba blanca y mentolada. Luego de afeitar la sombra de adolescente que subrayaba su nariz, vuelve a tener esa carita de niño que nunca se borrará de mi memoria.
Ni todo el botox del mundo puede evitar que el tiempo nos escupa patas de gallo, arrugas y canas pero, sin duda, mucho más que la flacidez de la carne, los hijos son nuestros verdaderos relojes y a diferencia de lo deprimente que se pone el cuerpo, son el tic-tac que nos llena de orgullo verlos avanzar.
Nos separamos, mi hombrecito se va directo a ver un capítulo de Bob Esponja y yo, al computador, ¿en qué estaba?, ah sí, escribiendo sobre lo relativo que es el tiempo. Me reconforta comprobar que finalmente somos los exclusivos propietarios de hacerlo y deshacerlo a nuestro antojo. Como dijo un literato español de apellido Melchor, “el tiempo falta sólo cuando no lo sabemos aprovechar”, por lo mismo, independiente de tus obligaciones o la pila de comerciales que tengas que redactar, siempre quedará un minuto para la familia, los amigos y hasta para escribir una columna.
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