lunes, 29 de julio de 2013

VolBió.

Bestiario Catete.

México, Holanda, Darth Vader y Vicente.

México jugaba contra Holanda, en el ambiente se escuchaba la banda sonora de Star Wars, mi mujer estaba completamente drogada, los doctores más preocupados del partido y yo, a centímetros de un desmayo. Casi terminaba junio del 98 y aquel día nos convertiríamos en padres por primera vez. Nunca me han gustado las inyecciones, tripas y operaciones. A los temas sanguinolentos les tengo una fobia de palidez horizontal y sudor antártico; por lo mismo, cuando el obstetra preguntó si entraría al parto, una patota de pingüinos bailando tap desfiló por mi espinazo, pero, con la valentía del que no tiene salida, acepté. En vez de una clínica con cara de mall, optamos por recibir a nuestro hijo en una maternidad que, cheque en garantía de por medio, promovía técnicas más cariñosas y menos traumáticas. Hasta incluían música al momento de parir, aunque jamás imaginamos que por azar sería el soundtrack de Darth Vader y sus clones (al menos no nos tocó el de La profecía o del Bebé de Rosemary). El día señalado por la matrona llegamos tempranito a cronometrar contracciones, medir dilataciones y esperar lo mejor. Mi papel se limitaba a tomar la mano de mi Amarilis, decir frases de lugar común estilo “tranquilita, todo va a estar bien”, mirar un reloj que parecía cangrejo caminando para atrás y vivir un simulacro lento, ansioso y pegajoso. Así pasó gateando la mañana y el almuerzo, mi futuro Minimí se negaba salir hasta que, finalmente, con mi guata vacía y el corazón en la garganta llegó la hora. Con torpeza marucha me vestí de cirujano, inhalando por la nariz y exhalando neura, entré al pabellón y un charchazo yodado casi me botó. Mi princesa Leia estaba en la camilla gritando como Chubaca, el anestesista aplicando dosis de sonrisas epidurales y un par de facultativos lamentando que no podrían ver el partido que daban a esa hora; incluso, uno de ellos me propuso entrar un televisor al pabellón. A mi cara descompuesta respondió: “estoy bromeando”. Para superar la prueba coeficiente dos de glóbulos rojos, entré mentalizado sólo en apoyar a mi mujer, es decir, jamás iría a mirar el sector sur, así que ubiqué una silla en la cabecera de la cama y comencé a acariciar ansiosamente la carita de Amarilis, pero ahí comenzaron los problemas, ya que el entusiasmo del doctor tiñó mi incolora tranquilidad de bermellón. “¿Trajiste tu cámara?, esta es una buena toma”, me dijo con ojos sicópatas. “Por supuesto que no”, le contesté. “Ven a ver a tu hijo dentro del vientre”. “No gracias”, le dije. “¡¿Pero cómo te vas a perder lo más maravilloso del mundo?!”, insistió el galeno. NO QUIERO pensé, pero, asumiendo que al aceptar se acabaría la tortura, me levanté, caminé con mis zapatos verde clínico y pude ver la pequeña cabecita de mi hijo. “¿No es hermoso?”, me comentó. “Sí”, respondí, y cuando empezó a mostrarme detalles del parto (como un balde que estaba en el suelo para recibir la placenta), esquivé el mareo y volví a mi asiento de actor secundario, pensando en que quizás qué me pediría después (¡¿que corte el cordón umbilical con los dientes?!). “¿Lo viste?”, me preguntó Amarilis. “Sí”, le contesté, “se parece a ti”. Como el doctor había programado un parto natural, todo se complicó. Mi hijo era más grande de lo esperado y mi mujer más pequeñita de lo imaginado; entonces ella pujaba, luchaba, el crío no nacía y los latidos de su corazoncito se apagaban. Todos se pusieron nerviosos, corrían hablando cosas que yo no entendía. Alguien propuso hacer una cesárea de urgencia, cosa que el médico rechazó con la palabra fórceps y claro, mis miedos se pusieron metálicos cuando apareció la herramienta más espantosa y truculenta jamás imaginada, una especie de tijera-calzador de zapatos de payaso, que no tenía nada de divertida y que parecía sacada de una película de Cronenberg. Recordé historias terribles de niñitos que por culpa de aquel infernal instrumento habían tenido daños irreparables y sólo me quedó encomendarme al destino, a Dios o a Ovi Wan Kenobi. La mezcla entre fatiga, impotencia y nerviosismo me hizo bajar la vista al suelo y, en ese momento, el doctor hizo un movimiento brusco pateando el baldecito que había debajo del alumbramiento, que se deslizó por el piso hasta llegar justo al punto focal de mis ojos. En su interior, la placenta en pleno, muchísima sangre, gasa y algodones amarillos. El desmayo era inminente, hasta que un pequeño llantito suturó mi palidez convirtiéndola en la alegría más grande de mi vida: había nacido Vicente. Eran las 16.44, México perdía dos a cero contra Holanda y Darth Vader ya le había dicho a Luke que era su padre cuando, por primera vez, recibí en brazos a mi hijito. Su carita estaba llena de moretones y machucones, pero era precioso y sí, definitivamente, se parecía a su madre.