lunes, 20 de diciembre de 2010
lunes, 6 de diciembre de 2010
Ojos cojos.
lunes, 22 de noviembre de 2010
miércoles, 10 de noviembre de 2010
lunes, 25 de octubre de 2010
martes, 12 de octubre de 2010
jueves, 30 de septiembre de 2010
lunes, 27 de septiembre de 2010
lunes, 13 de septiembre de 2010
lunes, 30 de agosto de 2010
Un título para Chile.
lunes, 16 de agosto de 2010
Un santo en la corte.
Tarde de perros.
Quiero aclarar que en esta columna sólo me refiero a ALGUNOS defensores de los animales, no a todos, no dudo que mucha gente realmente ayude a los perrito pero mi crítica va dirigida hacia los que se afanan en aguachar quiltros y dejarles comida en la calle pensando que así les hacen algún bien. Siento que los animales que están botados sufren una muerte lenta e indigna, por eso porpongo la eutanasia selectiva, una muerte rápida e indolora (como lo hacen todos los veterinarios de los perros enfermos de gravedad) de los ejemplares más enfermos. Al menos creo que es un problema serio, profundo, que es necesario debatir y que, lamentablemente, no se ha solucionado con el esfuerzo de algunos pocos.
miércoles, 21 de julio de 2010
martes, 6 de julio de 2010
Prefiero el fútbol que el Mundial
Ya empezó el partido?", preguntó ella. "Llevan media hora", contestó Rodrigo, sin sacar la vista de la pantalla. "Me encantan los mundiales", dijo la mujer, mientras tomaba palco en el mismo sofá donde su esposo se extasiaba con gambetas. En menos de un minuto la señora volvió a disparar: "¿Y quién está jugando?". "Camerún contra Suecia", respondió su marido con la paciencia en los descuentos, "y ¿cuál es cuál?", inquirió ella. "¡Suficiente!", gritó él. La respuesta era tan obvia que sin necesidad de mostrarle tarjeta roja, Rodrigo la expulsó de la habitación.
La anécdota ocurrió en el Mundial del 94 y demuestra que para un futbolero como yo, ver una pichanga es como ver una película, por lo mismo, siempre es preferible estar solo que mal acompañado, pero como el Mundial está de moda y nadie quiere "perdérselo", generalmente terminamos frente a la tele tratando de ver un partido (TVN mediante) rodeados de personas que no saben que el fútbol es sagrado, por lo que se dedican a profanarlo preguntando por qué los árbitros ya no se visten de negro o haciendo un ranking de los jugadores más guapetones, sin respetar siquiera que un zurdo esté sacando un centro en velocidad.
El fútbol me gusta todo el año, no solamente cada cuatro es mi placer culpable, soy de los que pueden pasar una tarde de sábado haciendo cualquier cosa mientras escucho un partido por la radio. Sin importar quién juega, me entretienen esas transmisiones donde los relatores tejen sus clichés y donde el sonido de una alarma de gol es capaz de paralizarme el corazón (sobre todo, si mi querida Unión Española está jugando a la misma hora sin que nadie lo transmita).
Quizás este amor se deba a que el fútbol me hace volar a la infancia o porque me parezco a mi viejo, no lo sé, lo único que tengo claro es que el cariño dura sólo mientras la pelota está rodando; lo que está fuera de los 90 minutos me desagrada casi tanto como el equipo que sólo busca empatar. La barra brava, la farándula y un largo etcétera con alargue y definición a penales, lo único que logran es empañar la pelota.
Lamentablemente, en los mundiales la tontera se lleva la copa. En Sudáfrica, por ejemplo, se jugarán 64 partidos, lo que significa alrededor de 96 horas de fútbol; la idiotez en cambio está presente las 24 horas de los 30 días que dura el Mundial. Estoy cansado de escuchar mujeres que, con la camiseta del machismo bien puesta, alegan porque durante un mes sus maridos no les prestarán atención, aburrido también de los asomados, de las modelitos que se visten y desvisten con colores patrios y de esa insufrible canción de Shakira que tocan más que a Beethoven en la Naranja Mecánica (la película, no Holanda del 74).
Pero bueno, finalmente se apaga la tele y listo, pero lo que me resulta cada vez más intolerable de los mundiales y de los partidos de la Selección en general es el chauvinismo irracional y despreciable que juega de titular en las cabezas de mucha gente, el patriotismo prepotente que sale a la cancha en conversaciones cotidianas o ese racismo obsceno y lapidario que hace rato debería haber colgado los botines. Incluso, a personas que parecen sensatas las escucho descalificar un país o una cultura sólo porque metieron un gol más que nosotros.
El último partido de Chile lo iba a ver con mis hijos y mi mujer, pero apareció por mi casa un amigo al que nunca le ha gustado el fútbol. No me avisó, simplemente llegó de hincha (pelotas), con sombrero de Chile, la cara pintada, bandera de capa y hasta con vuvuzela (la que requisé de entrada). Cuando todavía íbamos empatando me pidió que le explicara la ley del "outside". No le di bola, ni siquiera le aclaré que se llama "offside". Luego vino el primer gol y empezó a insultar el color del brasileño que saltó más alto que nuestros defensas, ahí le mostré amarilla. "A la próxima te vas", le advertí. No habló más.
Con el final del partido pasó de la rabia a la pena, básicamente, porque ya no podría ir a celebrar a Plaza Italia. Yo, en cambio, no quedé tan triste, me lo esperaba, como soy de la Unión, de Chile, de España y del Gijón (en ese orden), tengo claro que en esta afición hay más luto que vuelta olímpica. Las penas del fútbol se pasan con fútbol y vendrán nuevos mundiales, entremedio se decantará la tontera y volveremos los de siempre a sintonizar la radio en busca de un partido, esperando que suene una alarma de gol.
La anécdota ocurrió en el Mundial del 94 y demuestra que para un futbolero como yo, ver una pichanga es como ver una película, por lo mismo, siempre es preferible estar solo que mal acompañado, pero como el Mundial está de moda y nadie quiere "perdérselo", generalmente terminamos frente a la tele tratando de ver un partido (TVN mediante) rodeados de personas que no saben que el fútbol es sagrado, por lo que se dedican a profanarlo preguntando por qué los árbitros ya no se visten de negro o haciendo un ranking de los jugadores más guapetones, sin respetar siquiera que un zurdo esté sacando un centro en velocidad.
El fútbol me gusta todo el año, no solamente cada cuatro es mi placer culpable, soy de los que pueden pasar una tarde de sábado haciendo cualquier cosa mientras escucho un partido por la radio. Sin importar quién juega, me entretienen esas transmisiones donde los relatores tejen sus clichés y donde el sonido de una alarma de gol es capaz de paralizarme el corazón (sobre todo, si mi querida Unión Española está jugando a la misma hora sin que nadie lo transmita).
Quizás este amor se deba a que el fútbol me hace volar a la infancia o porque me parezco a mi viejo, no lo sé, lo único que tengo claro es que el cariño dura sólo mientras la pelota está rodando; lo que está fuera de los 90 minutos me desagrada casi tanto como el equipo que sólo busca empatar. La barra brava, la farándula y un largo etcétera con alargue y definición a penales, lo único que logran es empañar la pelota.
Lamentablemente, en los mundiales la tontera se lleva la copa. En Sudáfrica, por ejemplo, se jugarán 64 partidos, lo que significa alrededor de 96 horas de fútbol; la idiotez en cambio está presente las 24 horas de los 30 días que dura el Mundial. Estoy cansado de escuchar mujeres que, con la camiseta del machismo bien puesta, alegan porque durante un mes sus maridos no les prestarán atención, aburrido también de los asomados, de las modelitos que se visten y desvisten con colores patrios y de esa insufrible canción de Shakira que tocan más que a Beethoven en la Naranja Mecánica (la película, no Holanda del 74).
Pero bueno, finalmente se apaga la tele y listo, pero lo que me resulta cada vez más intolerable de los mundiales y de los partidos de la Selección en general es el chauvinismo irracional y despreciable que juega de titular en las cabezas de mucha gente, el patriotismo prepotente que sale a la cancha en conversaciones cotidianas o ese racismo obsceno y lapidario que hace rato debería haber colgado los botines. Incluso, a personas que parecen sensatas las escucho descalificar un país o una cultura sólo porque metieron un gol más que nosotros.
El último partido de Chile lo iba a ver con mis hijos y mi mujer, pero apareció por mi casa un amigo al que nunca le ha gustado el fútbol. No me avisó, simplemente llegó de hincha (pelotas), con sombrero de Chile, la cara pintada, bandera de capa y hasta con vuvuzela (la que requisé de entrada). Cuando todavía íbamos empatando me pidió que le explicara la ley del "outside". No le di bola, ni siquiera le aclaré que se llama "offside". Luego vino el primer gol y empezó a insultar el color del brasileño que saltó más alto que nuestros defensas, ahí le mostré amarilla. "A la próxima te vas", le advertí. No habló más.
Con el final del partido pasó de la rabia a la pena, básicamente, porque ya no podría ir a celebrar a Plaza Italia. Yo, en cambio, no quedé tan triste, me lo esperaba, como soy de la Unión, de Chile, de España y del Gijón (en ese orden), tengo claro que en esta afición hay más luto que vuelta olímpica. Las penas del fútbol se pasan con fútbol y vendrán nuevos mundiales, entremedio se decantará la tontera y volveremos los de siempre a sintonizar la radio en busca de un partido, esperando que suene una alarma de gol.
miércoles, 23 de junio de 2010
Rakastan sinua poika.
La nota alta de la noche la dio la historia de Totito. Cuando recién llegué a Barcelona, hace dos meses, un amigo me invitó a una comida en su casa, y antes del postre, nos habló de su tío abuelo un señor de 92 años, vallisoletano, músico jubilado y patiperro de vocación, al que todos llaman Totito y que dedicó su vida a recorrer el mundo con su violín. No tuvo esposa ni tampoco hijos hasta hace un par de años, cuando abrió la puerta de calle y se encontró de frente con otro abuelito que lo abrazó y en un muy mal español le dijo: "Papá, soy su hijo, vine a estar contigo".
Claro, Totito no sólo tocó el violín en sus viajes, y fue así como una noche, después de un concierto en Helsinski, conoció a una especie de grupi de la época y haciendo un dueto al ritmo de una botella de vodka, interpretaron la sinfonía más antigua de la humanidad. La obra que compusieron se llamó Kalevi y 72 años después estaba parado frente a la casa de su papá.
Debo aclarar que la tocata y fuga de Totito se debió a que la madre del niño, como buena mujer del frío y calculador norte de Europa, sacó cuentas y concluyó que recibiría más ayuda del Estado finés como madre soltera, que de lo que imaginaba podría enviarle el violinista de una noche. Entonces, lo que duró una semifusa se eternizó en un silencio de redonda. Pero al escuchar al pequeño y arrugadito Kalevi, Totito no desentonó, lo dejó entrar (no sólo a su casa) y tomó la batuta de la relación convirtiéndose en un verdadero padre para el jubilado crío.
Mientras mi amigo seguía con la historia, el resto de los invitados bromeábamos imaginando a Totito en una plaza columpiando a su hijo-abuelito o poniéndole bloqueador y alitas para llevarlo a la piscina, dándole un platanito molido a cucharadas o recibiéndolo en su cama a medianoche porque tenía "shushto" (dicho así no por guagualón, sino porque Kalevi se sacaba la placa antes de acostarse).
Seguramente, en vez de enseñarle a andar en bicicleta le mostraría cómo usar una silla de ruedas, o si nunca hablaron de sexo, podrían tener una conversación de hombre a hombre sobre el examen de la próstata. Aunque lo más probable es que el hijo terminara cambiándole los pañales a su padre, hicimos un brindis (con vodka obviamente) por el tiempo que pasaron juntos. En esos tres meses se conocieron y se disfrutaron comprobando lo mucho que se parecían; tenían la misma pelada, los dos sufrían de gota crónica y compartían igual grado de astigmatismo en el ojo derecho.
Se divirtieron como niños, pero llegó el día en que Kalevi tuvo que volver a su Helsinski, así que se despidió con un fuerte abrazo y un: "Chao, papá, me hiciste mucho muy feliz".
Lo que más me gusta de Totito, es que está dedicando el resto de la poquita vida que le queda a su nórdico hijo. Todos perdemos tiempo en este mundo y por mucho que lo intentemos es imposible recuperarlo, lo único que podemos hacer es no desaprovechar lo que nos queda, como Totito, que no gastó ni un segundo en recriminaciones, ni en buscar culpables, ni reprochar a nadie; "lo pasado, pisado", como dijo él, y a mirar para adelante. Bromas aparte, hasta el día de hoy le manda una mesada a fin de mes a su hijo, un regalo para el cumpleaños, para el santo (sí, se averiguó cuándo se celebra San Kalevi) y para la Pascua de Reyes. El resto del tiempo, Totito recorre los mismos bares de Valladolid donde antes mostraba su virtuosismo con los arpegios y escalas, pero ahora mostrando algo mucho más importante para él, la foto de su "pequeño".
Hace unos días llamé a mi amigo de Barcelona para saludarlo y obviamente, preguntar cómo estaba el bueno de Totito. "De maravilla", me contestó, agregando que lo último que supo es que su tío abuelo había tomado un curso básico de finlandés por internet (para lo cual primero tuvo que aprender cómo se usa internet) y este fin de semana volaba a Helsinski.
Después de cortar, me quedé pensando si el viaje lo hacía justo ahora porque este domingo es el Día del padre. Pero no lo creo. De lo único que estoy seguro es que, al igual que Totito, voy a recibir el mejor regalo que a un papá le pueden dar, porque en estos momentos yo también debería estar arriba de un avión, volando directo y sin escalas a los brazos de mis hijos.
Dedicada a Fidel de Castillo, a su familia y por supuesto, a su tío abuelo Totito.
Claro, Totito no sólo tocó el violín en sus viajes, y fue así como una noche, después de un concierto en Helsinski, conoció a una especie de grupi de la época y haciendo un dueto al ritmo de una botella de vodka, interpretaron la sinfonía más antigua de la humanidad. La obra que compusieron se llamó Kalevi y 72 años después estaba parado frente a la casa de su papá.
Debo aclarar que la tocata y fuga de Totito se debió a que la madre del niño, como buena mujer del frío y calculador norte de Europa, sacó cuentas y concluyó que recibiría más ayuda del Estado finés como madre soltera, que de lo que imaginaba podría enviarle el violinista de una noche. Entonces, lo que duró una semifusa se eternizó en un silencio de redonda. Pero al escuchar al pequeño y arrugadito Kalevi, Totito no desentonó, lo dejó entrar (no sólo a su casa) y tomó la batuta de la relación convirtiéndose en un verdadero padre para el jubilado crío.
Mientras mi amigo seguía con la historia, el resto de los invitados bromeábamos imaginando a Totito en una plaza columpiando a su hijo-abuelito o poniéndole bloqueador y alitas para llevarlo a la piscina, dándole un platanito molido a cucharadas o recibiéndolo en su cama a medianoche porque tenía "shushto" (dicho así no por guagualón, sino porque Kalevi se sacaba la placa antes de acostarse).
Seguramente, en vez de enseñarle a andar en bicicleta le mostraría cómo usar una silla de ruedas, o si nunca hablaron de sexo, podrían tener una conversación de hombre a hombre sobre el examen de la próstata. Aunque lo más probable es que el hijo terminara cambiándole los pañales a su padre, hicimos un brindis (con vodka obviamente) por el tiempo que pasaron juntos. En esos tres meses se conocieron y se disfrutaron comprobando lo mucho que se parecían; tenían la misma pelada, los dos sufrían de gota crónica y compartían igual grado de astigmatismo en el ojo derecho.
Se divirtieron como niños, pero llegó el día en que Kalevi tuvo que volver a su Helsinski, así que se despidió con un fuerte abrazo y un: "Chao, papá, me hiciste mucho muy feliz".
Lo que más me gusta de Totito, es que está dedicando el resto de la poquita vida que le queda a su nórdico hijo. Todos perdemos tiempo en este mundo y por mucho que lo intentemos es imposible recuperarlo, lo único que podemos hacer es no desaprovechar lo que nos queda, como Totito, que no gastó ni un segundo en recriminaciones, ni en buscar culpables, ni reprochar a nadie; "lo pasado, pisado", como dijo él, y a mirar para adelante. Bromas aparte, hasta el día de hoy le manda una mesada a fin de mes a su hijo, un regalo para el cumpleaños, para el santo (sí, se averiguó cuándo se celebra San Kalevi) y para la Pascua de Reyes. El resto del tiempo, Totito recorre los mismos bares de Valladolid donde antes mostraba su virtuosismo con los arpegios y escalas, pero ahora mostrando algo mucho más importante para él, la foto de su "pequeño".
Hace unos días llamé a mi amigo de Barcelona para saludarlo y obviamente, preguntar cómo estaba el bueno de Totito. "De maravilla", me contestó, agregando que lo último que supo es que su tío abuelo había tomado un curso básico de finlandés por internet (para lo cual primero tuvo que aprender cómo se usa internet) y este fin de semana volaba a Helsinski.
Después de cortar, me quedé pensando si el viaje lo hacía justo ahora porque este domingo es el Día del padre. Pero no lo creo. De lo único que estoy seguro es que, al igual que Totito, voy a recibir el mejor regalo que a un papá le pueden dar, porque en estos momentos yo también debería estar arriba de un avión, volando directo y sin escalas a los brazos de mis hijos.
Dedicada a Fidel de Castillo, a su familia y por supuesto, a su tío abuelo Totito.
lunes, 7 de junio de 2010
viernes, 28 de mayo de 2010
miércoles, 12 de mayo de 2010
martes, 27 de abril de 2010
miércoles, 14 de abril de 2010
lunes, 29 de marzo de 2010
Don Cachito
lunes, 15 de marzo de 2010
Buenos días.
jueves, 4 de marzo de 2010
El gusto el mío.
domingo, 21 de febrero de 2010
miércoles, 17 de febrero de 2010
miércoles, 3 de febrero de 2010
¡Acúsalo con tu papá Cuico! (original)
En el suplemento de Tendencia no se puede hablar de política directamente. Este es el texto original de la columna que lamentablemente tuvo que ser modificado.
¡Acúsalo con tu papá Cuico!
Las dos primeras semanas del año estuvimos con mi familia en Isla de Pascua. La noche que llegamos y mientras comíamos en un restaurante, un santiaguino joven, de una mesa cercana, comenzó un escándalo porque no le aceptaban su tarjetita de crédito. Con los malos modales del continente y envalentonado por el par de daikiris le gritaba al mozo: “¡¿tienes idea con quién estás hablando?!”, y su prepotencia traposa no terminaba ahí “¿sabes quién es mi padre?” repetía, “El que se acostó con tu madre” respondió el pascuense con ese humor seco que caracteriza a los Rapa Nui. “¡¿Qué te has imaginado indio de mierda?!”, dijo el capitalino lanzándose sobre el chaparrón de combos que de seguro iba a recibir. Afortunadamente para él, su polola amainó la paliza pagando la cuenta en efectivo y llevándose al cuiquito (que seguía amenazando con que se iban a acordar de él). Nunca supe de quién era hijo el malcriado, aunque me gusta imaginar que eso de creerse el “te pito o te henua”, también hubiera avergonzado a su “santo” padre.
Todos mis amigos son hijos del rigor y pocas veces me he cruzado con personas cuyos padres son famosos. Recuerdo básicamente a tres, aunque debo aclarar que nunca, ninguno de ellos, ocupó su árbol genealógico para obtener fruto alguno. El primero es un director de cuentas, hijo de un conocido animador de televisión que en los ochenta aparecía echándose agua mineral en la cara. La segunda es la hija de Luis Dimas, fuimos compañeros y amigos en la Universidad (una tarde que estudiábamos para una prueba, mi amiga me dejó unos minutos solo en el comedor, sin pensarlo tomé la antorcha de plata que tenía su papá en el living y me arrodillé emocionado, jugando a que recibía el galardón, cuando estaba diciendo mis palabras de agradecimiento apareció su mamá, quien afortunadamente no era ningún monstruo y tenía tan buen humor como su hija). Al tercero lo conocí en una de las agencias que trabajé. Un día corrió la noticia de que había llegado al puesto de junior el hijo de la momia. “¿Qué hace acá el hijo de María Angélica Cristi?” pensé, pero no, era el hijo de la Momia del “cachacascán”, ese personaje de la lucha libre, el de los Titanes del Ring y que a punta de patadas voladoras acortaba las tardes de domingo en la Televisión Militar de Chile. No lo conocí mucho, aunque alguien me contó que el “Momita”, una vez le confesó que lo único malo de ser hijo de su padre, era que en las fiestas siempre aparecía un curado que, luego de enterarse quién era su progenitor, lo desafiaba a pelear.
Está claro, si alguno de tus padres fue alguien mediático y talentoso es imposible que no te comparen con él. Lo lamentable es que la gran mayoría de los hijos de tigre, cuando siguen los pasos de sus padres, no llegan a ser más que simples mininos. Como el hijo de Pelé, que sólo logró convertirse en un arquero del montón, y que su papá le hubiera metido media docena de goles de haberlo enfrentado, o sin ir más lejos, el reciente candidato presidencial que salió segundo y que no solamente no sacó la mayoría de los votos , si no que tampoco, ninguna de las grandes virtudes de su padre. El carisma y esa oratoria conmovedora, que parece estar en vías de extinción en la política chilena, definitivamente tampoco fueron heredadas por don Eduardo Junior.
Quizás por el hecho de que muchas veces sus descendientes no son muy brillantes, algunos de estos padres famosos usan sus influencias para darles una manito (o un brazo entero) a sus retoños, basta recordar todas esas becas presidenciales que, tiempo atrás, se repartieron entre hijitos de ministros y colaboradores varios del gobierno de mamá. Una vergüenza para nada huacha y que en Chile llamamos pitutocracia y en el resto del mundo nepotismo.
Pero bueno, debe ser muy triste que sólo te reconozcan por ser el hijo de, como bien lo supo el anónimo John N. Hemingway, cuyo gran mérito fue ser hijo de Ernest Hemingway, hasta que creció, se casó y entonces se convirtió en el padre de Margaux Hemingway. Un verdadero jamón del sandwidch de la fama.
Cuando volvíamos a Santiago nuevamente nos topamos con el hijito de la prepotencia. Estaba sentadito en business (no me cabe duda que con los kilómetros del papá), bien bronceado y con anteojos oscuros. Aunque no lo pude confirmar, pensé que finalmente sí se habían acordaron de él y los lentes los usaba para esconder el ojo morado que le habían dejado como lección. De ser así, seguramente iba volando a contárselo a su papá.
¡Acúsalo con tu papá Cuico!
Las dos primeras semanas del año estuvimos con mi familia en Isla de Pascua. La noche que llegamos y mientras comíamos en un restaurante, un santiaguino joven, de una mesa cercana, comenzó un escándalo porque no le aceptaban su tarjetita de crédito. Con los malos modales del continente y envalentonado por el par de daikiris le gritaba al mozo: “¡¿tienes idea con quién estás hablando?!”, y su prepotencia traposa no terminaba ahí “¿sabes quién es mi padre?” repetía, “El que se acostó con tu madre” respondió el pascuense con ese humor seco que caracteriza a los Rapa Nui. “¡¿Qué te has imaginado indio de mierda?!”, dijo el capitalino lanzándose sobre el chaparrón de combos que de seguro iba a recibir. Afortunadamente para él, su polola amainó la paliza pagando la cuenta en efectivo y llevándose al cuiquito (que seguía amenazando con que se iban a acordar de él). Nunca supe de quién era hijo el malcriado, aunque me gusta imaginar que eso de creerse el “te pito o te henua”, también hubiera avergonzado a su “santo” padre.
Todos mis amigos son hijos del rigor y pocas veces me he cruzado con personas cuyos padres son famosos. Recuerdo básicamente a tres, aunque debo aclarar que nunca, ninguno de ellos, ocupó su árbol genealógico para obtener fruto alguno. El primero es un director de cuentas, hijo de un conocido animador de televisión que en los ochenta aparecía echándose agua mineral en la cara. La segunda es la hija de Luis Dimas, fuimos compañeros y amigos en la Universidad (una tarde que estudiábamos para una prueba, mi amiga me dejó unos minutos solo en el comedor, sin pensarlo tomé la antorcha de plata que tenía su papá en el living y me arrodillé emocionado, jugando a que recibía el galardón, cuando estaba diciendo mis palabras de agradecimiento apareció su mamá, quien afortunadamente no era ningún monstruo y tenía tan buen humor como su hija). Al tercero lo conocí en una de las agencias que trabajé. Un día corrió la noticia de que había llegado al puesto de junior el hijo de la momia. “¿Qué hace acá el hijo de María Angélica Cristi?” pensé, pero no, era el hijo de la Momia del “cachacascán”, ese personaje de la lucha libre, el de los Titanes del Ring y que a punta de patadas voladoras acortaba las tardes de domingo en la Televisión Militar de Chile. No lo conocí mucho, aunque alguien me contó que el “Momita”, una vez le confesó que lo único malo de ser hijo de su padre, era que en las fiestas siempre aparecía un curado que, luego de enterarse quién era su progenitor, lo desafiaba a pelear.
Está claro, si alguno de tus padres fue alguien mediático y talentoso es imposible que no te comparen con él. Lo lamentable es que la gran mayoría de los hijos de tigre, cuando siguen los pasos de sus padres, no llegan a ser más que simples mininos. Como el hijo de Pelé, que sólo logró convertirse en un arquero del montón, y que su papá le hubiera metido media docena de goles de haberlo enfrentado, o sin ir más lejos, el reciente candidato presidencial que salió segundo y que no solamente no sacó la mayoría de los votos , si no que tampoco, ninguna de las grandes virtudes de su padre. El carisma y esa oratoria conmovedora, que parece estar en vías de extinción en la política chilena, definitivamente tampoco fueron heredadas por don Eduardo Junior.
Quizás por el hecho de que muchas veces sus descendientes no son muy brillantes, algunos de estos padres famosos usan sus influencias para darles una manito (o un brazo entero) a sus retoños, basta recordar todas esas becas presidenciales que, tiempo atrás, se repartieron entre hijitos de ministros y colaboradores varios del gobierno de mamá. Una vergüenza para nada huacha y que en Chile llamamos pitutocracia y en el resto del mundo nepotismo.
Pero bueno, debe ser muy triste que sólo te reconozcan por ser el hijo de, como bien lo supo el anónimo John N. Hemingway, cuyo gran mérito fue ser hijo de Ernest Hemingway, hasta que creció, se casó y entonces se convirtió en el padre de Margaux Hemingway. Un verdadero jamón del sandwidch de la fama.
Cuando volvíamos a Santiago nuevamente nos topamos con el hijito de la prepotencia. Estaba sentadito en business (no me cabe duda que con los kilómetros del papá), bien bronceado y con anteojos oscuros. Aunque no lo pude confirmar, pensé que finalmente sí se habían acordaron de él y los lentes los usaba para esconder el ojo morado que le habían dejado como lección. De ser así, seguramente iba volando a contárselo a su papá.
lunes, 1 de febrero de 2010
lunes, 4 de enero de 2010
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